Enrique, “el abuelo” del parque Lezama, superó los 62 años de vida y pasó más tiempo del que quiere recordar, viviendo en las calles.
Todo el invierno anda con la gorra puesta bajo la capucha del buzo. La barba canosa y desprolija lleva ocultando su mentón toda una vida. Su pasado es un misterio, un recuerdo que no le gusta alcanzar. Su familia solo vive en su memoria, por ende, es ajena a su realidad. Vive en la calle y asegura que sufre. Sin embargo, unas escasas relaciones afectivas lo mantienen de pie. Tenía cuatro amigos con los que conformaba una especie de “comunidad”. Dos de ellos, Jorge y Walter, se murieron.
“Me quedan dos. “El viejo” Alvarez, que lo adopté como mi papá. Lo ayudo, lo cambio”, asegura “el abuelo” haciendo referencia a uno de sus dos amigos, compañeros de la calle. “La vida en la calle es dura”, remata, tratando de retratar con sus palabras lo evidente.
Todos los días se levanta al son del clima, y de la voluntad del sol. En verano más temprano, y en invierno más tarde. La lluvia le complica el día. A peor tiempo, menos trabajo y peor condición de vida. Trabaja de “cuidacoches” todos los días cerca de “su casa”, el parque Lezama. Confiesa estar viejo para grandes recorridos y se apega a la “comodidad” de lo cercano. En la esquina que forma la calle Balcarce y la avenida Brasil espera a los autos que suben por la av. Juan de Garay y quieren ahorrar algo de plata en estacionamiento.
“Muchos jóvenes de la Austral vienen a que le cuidemos los coches. A mi me viene bien, y a ellos también”, confiesa Enrique defendiendo su estilo de vida. “Muchos son solidarios. Pero yo necesito que sean más”, agrega, haciendo énfasis en la necesidad de actos solidarios. Al fin y al cabo, las mochilas, vestimentas y mantas que recibió de regalo, si no se las roban, son de vital utilidad para su día a día.
“La manta que tenía se la llevaron”, evoca “el abuelo” con total simpleza. Sus palabras denotan una pizca de miedo e inseguridad por revelar el nombre de quien fue.
Cuando habla de su nieta, sus ojos esquivan todo tipo de contacto visual y su cabeza se inclina hacia el suelo. Se muestra con mucho deseo por reencontrarse con ella, más aún que con volver a ver a su hija. Sin embargo, su situación actual lo desanima y entra en un estado de total impotencia e inactividad.
“Por que estoy sucio. Por vergüenza. Yo siento vergüenza”, responde Enrique al repasar porqué no visita a su nieta, que tanto anhelo le produce. “¿Yo voy a agarrar la mano de mi nieta, así?”, pregunta retóricamente, señalando sus manos negras de tanto trabajo y vida en la calle. “No, mi amigo. No”, se responde, por fin, y provoca un vacío en el alma.
Por último, Enrique se emociona al recordar su familia y se recompone, fastidiosamente, tiempo después. Al final, sentencia, “En la noche fría, el alcohol, a mi, me mantiene”. Tras una pausa, agrega, “Hasta que diga chau”. Apunta al cielo, con el índice de la mano derecha, y tras otra pausa, repite, “Hasta que diga chau”.
Cómo lo ví
Al abuelo lo percibí raro. Siempre lo encuentro en la misma calle, pero cuando nos ve (a mi con mi amigo, Santiago Bibiloni), trata de mostrarse más alegre. La entrevista lo inquietó y, más aún, la cámara. Sus nervios lo dominan al tocar temas incómodos, y su velocidad al hablar se frena incluso más de lo normal. Hablar de su vida le hace mal, y si lo hace, necesita de un confidente o amigo cerca. Siempre que toca el tema de su familia se pone triste. Me pareció también que está en la espera de un milagro que lo saque de la calle y lo reencuentre con su hija y nieta, pero que no sucederá si él no se esmera.